julio 23, 2017

Lady Macbeth: la furia de los oprimidos

“Psicópata” o “asesina inmoral” son algunas de las flores que le han dedicado los críticos. Pero la protagonista de la película de Oldroyd parece más una hipérbole de la ira desatada que subyace en la represión de nuestras sociedades, ¿quizá por eso se asusta tanto?

Florence Pugh interpreta a Lady Macbeth
Florence Pugh interpreta a Lady Macbeth.

Contaba el relato de Las zapatillas rojas que una anciana con carroza dorada recogió a una niña que vivía en el bosque, asilvestrada, como un lobo. La lavó, la peinó, la vistió impecablemente y arrojó al fuego las andrajosas zapatillas rojas que la niña se había cosido para correr por el monte. Con ellas, se acabaron también sus juegos y sus risas, los aromas y sonidos que la advertían de la tormenta o el depredador. Desapareció también la compañía de su sombra, esa que hace que no te sientas nunca sola. Y un hambre silenciosa se apoderó de la joven domesticada.

Solo hizo falta que saltara una chispa, unos zapatos rojos que le recordaron vagamente a aquellos perdidos, “brillantes como las frambuesas o las granadas” (¡tan inapropiados para ir a la iglesia!). Era tal su deseo que, al ponérselos, sus pies bailaban solos. Primero se los pondría a escondidas, pero muy pronto su adicción a ellos sería imparable y la locura se desataría. Los zapatos la hicieron bailar por las calles, a través de los campos llenos de barro, por las colinas y los valles bajo la lluvia. Cuando quiso ir en una dirección, sus zapatos la llevaron por otra. Quiso parar a descansar pero los zapatos no la dejaron. Pasó por su hogar y vio que la anciana que la adoptó había muerto y no pudo detenerse. Vio que un niño imploraba ayuda y pasó de largo. Pisoteó todo lo que se interpusiera en su camino, con su baile irrefrenable y aterrador.

Rojo sangre, como el deseo postergado. Y una grieta que lo despierta (esa grieta que aparece cuanto más rígido es el control). Así es el deseo de Lady Macbeth (Oldroyd, 2017), como lo fue el deseo de Emma Recchi en Io Sonno l’amore (Guadagnino, 2010), mayor y más roja su sangre, como la del parlamentario Stephen Fleming en Herida (Malle, 1992), como la de la doctora Carmichael en la magnífica serie Apple tree yeard (2017). Así es también la adicción narcisista de Brandom en Shame (McQueen, 2011), el profesional ambicioso y deshumanizado. Sin embargo, en el filme de Oldroyd (basado en el cuento ruso de Leskov, no en la novela de Shakespeare) llegamos a empatizar hasta tal punto con la joven-vórtice del huracán, porque la causa de la opresión a la que reacciona nada tiene que ver con ella. Su victimidad se muestra bien resuelta, impuesta por la sociedad en la que vive y aliñada por la frialdad de un marido igualmente reprimido. Es entonces, más como el deseo de la trágica Anna Karenina, rojo, como la nieve rusa teñida de sangre. Como el deseo de Lady Di estampándose contra los muros de un subterráneo que desveló para siempre la farsa de una monarquía hasta entonces intocable.

Cada plano resulta tan nítido como el relato de un cuento.

El instinto, esa llama salvaje, es la grieta de un sistema haciendo aguas, el extraño llamando a la puerta que señala en su última obra Zigmunt Bauman (2017). Pide paso en nuestras abotargadas y ‘civilizadísimas’ sociedades, llama iracundo para saldar las cuentas, tantas veces postergadas. Para rebelarse a la ausencia de cambio, a la falta de escucha de un sistema inaprensible, escondido en el doblez y la cháchara vacía y que ha pervertido todo significado. Se “ha despertado la bestia que dormitaba en el fundamento societal […] socavando todas las certezas racionales”, advertía el sociólogo Michel Maffesoli (2009) al estallar la crisis. No deberíamos asustarnos entonces del éxito de obras como 50 sombras de Gray o de la saga Crepúsculo en la que una adolescente prefiere morir antes de negar su deseo. No podemos asustarnos tampoco del ascenso americano de Trump y la ultraderecha francesa. Hitos que han dejado a tropas de sensatas feministas e intelectuales con dos palmos de narices. La animalidad desquiciada aflora por el miedo a una carestía a la que no estamos acostumbrados, pero también por la golosa y artificiosa mentira a la que nos vendimos, por el olvido de aquellos zapatos confeccionados a mano, por una vida construida sobre la distracción de lo que realmente somos. No solo la impuesta por los poderes fácticos, sino por esa mentira que nos ponemos a cuestas cada día que salimos por la puerta con ganas de morir.

Cada línea, cada plano, cada texto de la película de Oldroyd resulta tan nítido como el relato de un cuento. Tan naturalmente terrorífico también. Una impecabilidad estética que resalta todavía más el exuberante desorden que acaba desatándose. En el relato original de Leskov, Lady Macbeth de Mtsensk (en el que se inspira también la ópera de Shostakóvich), la protagonista, fiel a la literatura rusa del XIX, se rinde y acabará tirándose al mar llevando, además, con ella a otra mujer. En el cuento de Las zapatillas rojas (versión germano-magiar), la joven al final implora al verdugo que le corte los pies señalando las tenebrosas consecuencias de la domesticación del instinto, como recuerda Clarissa Pinkola en ‘Mujeres que corren con lobos’ (1998). Sin embargo (y esto es nuevo: hay que observarlo), la cinematográfica Lady Macbeth de Oldroyd no abdica, no es castigada todavía más, y acaba matando incluso al agente de su deseo. Se muestra entonces no ya tan víctima de él, sino especialmente de un enojo acumulado al que ha permanecido “atada demasiado tiempo”. Como una venganza histórica de todas las que han estado atadas durante siglos y ahora son más conscientes que nunca de ello. Y, por eso, el ataque a las propias dependencias libidinales que también la han mantenido bajo el yugo del opresor, se añade a la ausencia de castigo social.

Pero hay en esta protesta encolerizada y oscura una referencia a algo más subterráneo y extenso que la opresión patriarcal de la mujer, aunque ésta sirva al filme como metáfora inestimable. Algo profundamente ignorado en el relato social e individual, donde cabalgamos enajenadamente entre los extremos de la represión del instinto y el descontrolado y superficial escape hedonista: todas las veces que eludimos el peso y las dificultades de la confección artesana de nuestra vida y nos encaramamos a una carroza dorada para que dirija el rumbo, para que decida el camino en nuestro lugar, iniciando así, casi sin darnos cuenta, el camino hacia la locura.


Fuente: Pikara

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The Blood of Fish, Published in